Los prisioneros de Colditz by Ben Macintyre

Los prisioneros de Colditz by Ben Macintyre

autor:Ben Macintyre [Macintyre, Ben]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 2022-09-15T00:00:00+00:00


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Shabash

LAS SÁBANAS anudadas, los túneles secretos y los disfraces elaborados no eran la única manera de salir de Colditz. A medida que avanzaba la guerra, ambos bandos eran cada vez más dados a enviar a sus prisioneros a casa a través de un país neutral. Después de la captura de gran cantidad de soldados alemanes en el norte de África, se entablaron negociaciones serias sobre el intercambio de prisioneros y, en 1943, algunos soldados rasos británicos, incluyendo a camilleros, fueron seleccionados para su repatriación.

En agosto, uno de los oficiales alemanes más amigables se acercó a Alex Ross, el sobrecargado ordenanza de Douglas Bader. «Buenas noticias, Ross», dijo. «Te vas a casa». El ordenanza escocés estaba encantado. «Me emocionaba mucho esa posibilidad. También significaba que podría alejarme lo máximo posible de Bader». Ross fue corriendo a buscar al famoso as de la aviación, que se encontraba en el patio, y, sin aliento, anunció que pronto volvería a Gran Bretaña.

«Ni de broma», le espetó Bader. «Mira, Ross, viniste aquí como mi lacayo y te quedarás conmigo hasta que nos liberen. Y punto». Y con eso, se fue y dejó a Ross sin palabras.

«No podía creer que no me dejara irme a casa. Solo pensaba en sí mismo, y para él yo no era más que un sirviente».

Los otros ordenanzas aconsejaron a Ross que apelara al oficial superior británico, pero el hábito de la obediencia estaba tan arraigado que simplemente aceptó la injusticia. «Bien mirado, debería haber presentado una queja, pero no lo hice. En aquella época no se podía contradecir lo que ordenara un oficial».

Ross pasaría otros dos años cargando por las escaleras con el oficial tullido de la RAF para que se diese su baño.

Semanas después, Frank «Errol» Flinn perdió la cabeza e intentó suicidarse. Al menos, esa era la impresión que causaba tanto a los alemanes como a los demás prisioneros. Más tarde, Flinn insistiría en que tan solo fingió haber enloquecido para que lo trasladaran a una prisión de la que fuera más fácil escapar. Pero nunca quedó claro, ni siquiera para el propio Flinn, dónde acababa su locura fingida y empezaba la real. Al imitar una psicosis, es posible que fuera justamente en esa dirección. En Colditz, como en el resto de la sociedad, las enfermedades mentales eran percibidas como una debilidad. Es posible que, tras ciento setenta días en régimen de aislamiento, Flinn sintiera que estaba perdiendo la cordura e intentara fingir que estaba actuando. Desde que había tratado de forzar la cerradura de la oficina de correos a plena luz del día, su comportamiento era cada vez más excéntrico. Pasaba muchas horas meditando, cantando en sánscrito y poniéndose boca abajo: «En ese momento, la gente veía el yoga como una extravagancia». (El stoolball, en el que los jugadores se propinaban auténticas palizas, era considerado una forma mucho más sana de ejercicio). A veces, Flinn era locuaz y hablaba largo y tendido sobre la nueva religión que había inventado, pero casi siempre se mostraba retraído y callado.



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